Carta de renuncia
A las tres de la tarde, Arturo guardó el memorando de la oficina del gerente general, salió de la fábrica, se montó en su auto y manejó hasta llegar a su casa. Entró al hogar vacío, se dirigió al dormitorio, sacó una pistola del tocador y la guardó en el gabán gris que lucía ese día.
Antes de salir de su castillo financiado por el banco, observó la foto del día de la boda, montada en un cuadro en la sala. Besó la imagen de su esposa, salió del hogar y entró en el automóvil otra vez. Pensó en la mensualidad del vehículo que apenas había comenzado a pagar tres años atrás, cuando la empresa lo ascendió a gerente de ventas. Calculó que había vendido quince veces más de lo que le habían pagado en ese tiempo. Seis meses antes, había accedido a una rebaja temporera en su salario por el bien de la empresa.
Encendió el motor y observó su casa una vez más. Era pequeña, pero localizada en un sector exclusivo. Victoria, su esposa, había insistido que compraran allí, porque no era lo mismo decir que vivían en el barrio Gonzalo Rivera que decir Puerta Dorada. Nueve meses antes, habían refinanciado para construir la piscina en el patio. Se había convertido en la decoración más costosa en el hogar. Todas las amistades tenían una y ellos no se podían quedar atrás.
Como siempre, manejó con cuidado hacia el trabajo. Era un viaje de media hora envuelto en lujo que costaba más que la renta de un apartamento. La marca europea de automóvil era imprescindible para mantener la apariencia de prosperidad. Se estacionó detrás del espacio del gerente general, impidiéndole la salida del vehículo de éste.
Caminó a la recepción, donde el guardia de seguridad le indicó que ya no podía entrar a las oficinas de la empresa, a menos que fuese citado. Sin emitir palabras, Arturo desenfundó la pistola de su gabán gris y disparó una bala que alcanzó al guardia en el estómago. Cayó arrodillado frente al escritorio, manchando con sangre las manos al intentar taparse la herida. Pistola en mano, Arturo entró a las oficinas corporativas.
Sus compañeros de trabajo acudieron hacia donde habían oído el estallido del arma de fuego. Gritaban tan pronto veían la pistola en la mano derecha de él y buscaban refugio detrás de escritorios, sillas, paredes o lo que encontraran. Entró a la oficina del gerente general. Lo escuchó discutiendo con la junta de directores, por teléfono, los pormenores de las despedidas de doscientos empleados.
Calló a mitad de oración y dejó el auricular caer en el escritorio de caoba cuando vio a Arturo apuntándole la pistola.
-¿Estás loco? –preguntó, pálido e inmóvil.
-No estoy de acuerdo con la terminación de mi empleo aquí. Vengo a presentarle mi carta de renuncia –dijo, alzando la pistola.
-¡Era inevitable, Arturo! ¡Hemos perdido demasiado dinero este año!
-¿Y las noches que trabajé sin poder ver a mi familia? ¿Los fines de semana perdidos aquí? ¿Eso qué? ¿No valen nada?
-No has logrado tu cuota este año…-explicó el gerente. Las manos le temblaban mientras seguía con la vista el movimiento de la mano armada de Arturo.
-¿Y los primeros dos años de ventas no cuentan? Sobrepasan las ventas de los demás este año –con cada palabra, la voz de Arturo se exaltaba más. La mano agarraba la pistola y acentuaba sus preguntas con movimientos bruscos.
-No lo tomes de manera personal… es una cuestión de negocios.
Antes de Arturo responder, se escuchó la voz amplificada por altoparlantes de la policía. Un negociador le imploraba a rendirse sin ocasionar más daños. Le explicó que no había matado a nadie todavía, que no le iría tan mal si dejaba al gerente general en libertad y se rendía. Amenazó con invadir la oficina si se escuchaba otro disparo.
Arturo sabía que estaba acorralado y sin esperanza de escapar. Comenzó a pensar en el pedazo de su vida que le había regalado a la empresa como ofrenda. Recordó las peleas con su esposa e hijos por no pasar más tiempo con ellos. La graduación de Juan, el aniversario de bodas, el cumpleaños de Arturito… momentos que jamás podría recobrar y sin ningún agradecimiento de parte de la empresa por el tiempo sacrificado.
Apuntó la pistola a la cabeza del gerente y dijo:
-No es cuestión de negocios… es algo personal.
El gerente cubrió el rostro con el brazo y gritó:
-¡No! ¡No hagas una locura!
Arturo pensó en las tarjetas de crédito, el pago de la hipoteca, el costo de la escuela privada, la mensualidad del automóvil europeo, la electricidad, el agua, cable tv, los muebles… y en Victoria. En su cara decepcionada por no poder mantener la apariencia de prosperidad. No serían “gente”.
-Jamás me he sentido más cuerdo –contestó Arturo y disparó tres veces.
Minutos después, cinco policías con rifles automáticos, cascos y chalecos a prueba de balas irrumpieron en la oficina. Dispararon tan pronto vieron al hombre con el gabán gris salpicado de sangre. Permanecieron en silencio, sorprendidos por la sonrisa placentera dibujada en el cadáver de Arturo.
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