Susana
Todavía recuerdo su sonrisa, como le brillaban los ojos, el huequito que se le formaba en la mejilla izquierda. Extraño el calor que sentía cuando dormíamos y como se sentía abrazarla. No hay un día que no piense en ella.
A veces, la curiosidad me pica… quisiera saber dónde está, qué hace. Entonces, pienso en Susana y dejo de reflexionar acerca de esas cosas que fueron o pudieron ser. Todo por un recibo.
Pensé que lo había echado a la basura y, desesperado, en cuclillas, me dispuse a buscarlo. El papel me pareció tan importante entonces… quería intercambiar un anillo que le había comprado a Vanesa para nuestro aniversario. Como todo marido, olvidé el tamaño del dedo anular. No quería que ella notara mi falta de apreciación para los detalles.
Con sólo tres años de casados, ya se quejaba de mi falta de atención. El aniversario tenía que ser espectacular. Aquella tarde, la equivocación con el anillo parecía un desastre.
Tener las manos cubiertas de basura me daba asco. Los gusanos de la cena de la noche anterior me hacían cosquillas en los dedos. Estuve a punto de rendirme (todo sería tan diferente ahora, de haberlo hecho), pero controlé mi repulsión y seguí escarbando.
A pesar de estar en la superficie, no vi la cajita rectangular de cartón azul hasta buscar por más de cinco minutos. A veces pienso que mi propia mente me la trató de ocultar, presintiendo las consecuencias.
Es tan irónico… además de sorpresa, sentí alegría cuando al fin la vi. De momento, todo tenía sentido: los humores de Vanesa, sus malestares de estómago, sus antojos extraños.
Con las manos todavía cubiertas de basura, pesé la cajita. Había algo adentro. La abrí y encontré la prueba de embarazo usada, el resultado todavía legible; después de un año entero sin fruto, iba a ser papá. Recuerdo reemplazar con alegría aquel asco que me causaba manosear la basura.
Como niño culpable, traté de esconder la basura lo más que pude y subí al apartamento para lavarme las manos. No quería que Vanesa supiese que me había enterado de su preñez. Ella tenía derecho a decírmelo, como yo lo tuve al pedir su mano.
El asunto de la sortija se me olvidó hasta más tarde, cuando encontré el maldito recibo en los pantalones del día anterior. Me duché rápido, ansioso por su llegada. Bajé a la cocina y le preparé su plato favorito. Era algo que a mí nunca me apetecía, pero ese día no me importaba comer… ahora tampoco.
Esperé por su confesión durante toda la cena, en vano. Me pregunté por qué no me lo diría.