El Blog de Borges

De literatura y otras cosas... Bienvenidos.

 

jueves, octubre 27, 2005

Este cuento lo escribí como un ejercicio para una clase. Se suponía que escribiera al estilo del movimiento literario del naturalismo. La profesora piensa que sí (saqué A). Espero que les guste:

Carta de renuncia

A las tres de la tarde, Arturo guardó el memorando de la oficina del gerente general, salió de la fábrica, se montó en su auto y manejó hasta llegar a su casa. Entró al hogar vacío, se dirigió al dormitorio, sacó una pistola del tocador y la guardó en el gabán gris que lucía ese día.

Antes de salir de su castillo financiado por el banco, observó la foto del día de la boda, montada en un cuadro en la sala. Besó la imagen de su esposa, salió del hogar y entró en el automóvil otra vez. Pensó en la mensualidad del vehículo que apenas había comenzado a pagar tres años atrás, cuando la empresa lo ascendió a gerente de ventas. Calculó que había vendido quince veces más de lo que le habían pagado en ese tiempo. Seis meses antes, había accedido a una rebaja temporera en su salario por el bien de la empresa.

Encendió el motor y observó su casa una vez más. Era pequeña, pero localizada en un sector exclusivo. Victoria, su esposa, había insistido que compraran allí, porque no era lo mismo decir que vivían en el barrio Gonzalo Rivera que decir Puerta Dorada. Nueve meses antes, habían refinanciado para construir la piscina en el patio. Se había convertido en la decoración más costosa en el hogar. Todas las amistades tenían una y ellos no se podían quedar atrás.

Como siempre, manejó con cuidado hacia el trabajo. Era un viaje de media hora envuelto en lujo que costaba más que la renta de un apartamento. La marca europea de automóvil era imprescindible para mantener la apariencia de prosperidad. Se estacionó detrás del espacio del gerente general, impidiéndole la salida del vehículo de éste.

Caminó a la recepción, donde el guardia de seguridad le indicó que ya no podía entrar a las oficinas de la empresa, a menos que fuese citado. Sin emitir palabras, Arturo desenfundó la pistola de su gabán gris y disparó una bala que alcanzó al guardia en el estómago. Cayó arrodillado frente al escritorio, manchando con sangre las manos al intentar taparse la herida. Pistola en mano, Arturo entró a las oficinas corporativas.

Sus compañeros de trabajo acudieron hacia donde habían oído el estallido del arma de fuego. Gritaban tan pronto veían la pistola en la mano derecha de él y buscaban refugio detrás de escritorios, sillas, paredes o lo que encontraran. Entró a la oficina del gerente general. Lo escuchó discutiendo con la junta de directores, por teléfono, los pormenores de las despedidas de doscientos empleados.

Calló a mitad de oración y dejó el auricular caer en el escritorio de caoba cuando vio a Arturo apuntándole la pistola.

-¿Estás loco? –preguntó, pálido e inmóvil.

-No estoy de acuerdo con la terminación de mi empleo aquí. Vengo a presentarle mi carta de renuncia –dijo, alzando la pistola.

-¡Era inevitable, Arturo! ¡Hemos perdido demasiado dinero este año!

-¿Y las noches que trabajé sin poder ver a mi familia? ¿Los fines de semana perdidos aquí? ¿Eso qué? ¿No valen nada?

-No has logrado tu cuota este año…-explicó el gerente. Las manos le temblaban mientras seguía con la vista el movimiento de la mano armada de Arturo.

-¿Y los primeros dos años de ventas no cuentan? Sobrepasan las ventas de los demás este año –con cada palabra, la voz de Arturo se exaltaba más. La mano agarraba la pistola y acentuaba sus preguntas con movimientos bruscos.

-No lo tomes de manera personal… es una cuestión de negocios.

Antes de Arturo responder, se escuchó la voz amplificada por altoparlantes de la policía. Un negociador le imploraba a rendirse sin ocasionar más daños. Le explicó que no había matado a nadie todavía, que no le iría tan mal si dejaba al gerente general en libertad y se rendía. Amenazó con invadir la oficina si se escuchaba otro disparo.

Arturo sabía que estaba acorralado y sin esperanza de escapar. Comenzó a pensar en el pedazo de su vida que le había regalado a la empresa como ofrenda. Recordó las peleas con su esposa e hijos por no pasar más tiempo con ellos. La graduación de Juan, el aniversario de bodas, el cumpleaños de Arturito… momentos que jamás podría recobrar y sin ningún agradecimiento de parte de la empresa por el tiempo sacrificado.

Apuntó la pistola a la cabeza del gerente y dijo:

-No es cuestión de negocios… es algo personal.

El gerente cubrió el rostro con el brazo y gritó:

-¡No! ¡No hagas una locura!

Arturo pensó en las tarjetas de crédito, el pago de la hipoteca, el costo de la escuela privada, la mensualidad del automóvil europeo, la electricidad, el agua, cable tv, los muebles… y en Victoria. En su cara decepcionada por no poder mantener la apariencia de prosperidad. No serían “gente”.

-Jamás me he sentido más cuerdo –contestó Arturo y disparó tres veces.

Minutos después, cinco policías con rifles automáticos, cascos y chalecos a prueba de balas irrumpieron en la oficina. Dispararon tan pronto vieron al hombre con el gabán gris salpicado de sangre. Permanecieron en silencio, sorprendidos por la sonrisa placentera dibujada en el cadáver de Arturo.

FIN

miércoles, octubre 26, 2005


Cuento fantástico para el Taller de Narrativa.

Unas de las ventajas del internet es que puedo publicar mi cuento por aquí para que el resto de la clase de taller pueda leerlo. Así, no hay excusas... espero. Sin más les dejo este cuento:

La importancia absoluta de seguir la cadena de mando

El General Lowell colocó la mano derecha en el lector de huellas digitales y esperó a que una luz verde indicara su aprobación. Miró a un ojo electrónico que leyó su iris, y la puerta enorme de acero macizo abrió. Examinó las paredes de concreto reforzado, capaces de aguantar una explosión atómica. Era uno de los lugares más impenetrables en el planeta. Él mismo había ordenado su construcción. Hasta los soldados que limpiaban la instalación estaban armados y adiestrados para ser máquinas de muerte.

Sacó un cigarro del bolsillo izquierdo de su uniforme y lo encendió al entrar. Se fijó en el letrero blanco con letras rojas que decía “No fumar”. Ordenó un cenicero al sargento con el apellido “Rodríguez” escrito en letras negras en el bolsillo de la camisa. Sin mediar palabra, Rodríguez arrimó la escoba contra la pared, hizo el saludo militar y se dispuso a cumplir la orden.

El humo invadió el aire estéril de la instalación y el olor llenó el Centro de Investigación y Desarrollo. Era un lugar pequeño en comparación con otras bases semejantes. Consistía de sólo tres cuartos; el Centro de Control, residido por instrumentos de análisis de funcionamiento; la Sala de Pruebas donde …umm… qué escribo…¡ah! Ya sé… se llevaban a cabo los experimentos y demostraciones; y la Sala de Observación donde una pared de cristal a prueba de balas permitía ver lo que sucedía en la Sala de Pruebas, donde el general fumaba en espera del administrador.

Era un cuarto inmaculado, con paredes blancas y pisos impecables. Rodríguez se apresuró a colocar el cenicero cerca del general y continuó barriendo el piso.

Se escuchó gritar a una mujer desde el Centro de Control:

-¿Quién fuma?

La dueña de la voz salió del cuarto adyacente Caminaba de manera rápida y agitada. Calló al ver al general parado en medio de la sala de observación.

-Doctora Lachouque –dijo el general, mientras disfrutaba del tabaco.

-¡General! ¡No sabía que venía hoy!

-No sería una inspección secreta si le advierto, ¿no cree? –dijo el general, sin emoción.

La doctora Lachouque asintió con la cabeza. Comenzó a batir el humo frente a la cara con la mano derecha.

-General, el humo del cigarro puede afectar los instrumentos de evaluación. Las pruebas de hoy no serían válidas…

-Vine a examinar el proyecto con mis ojos. No me importa lo que digan los instrumentos –apuntó con el cigarro hacia el centro de control.

La doctora miró al techo y encogió los hombros.

-¿Cómo le ayudo, entonces?

-Quiero ver lo que han desarrollado aquí, sin mi aprobación –el general posó la mirada en los ojos de la doctora.

-General, sólo llevamos acabo la directriz. Nuestras órdenes consisten en desarrollar al soldado ideal. Eso mismo es lo que hemos hecho –respondió la doctora, sin apartar la mirada.

-Desarrolló su versión del soldado ideal, no la mía. Evitó mi escrutinio a través de la burocracia, pero debió saber que me daría cuenta tarde o temprano – el duelo de miradas continuó.

-Esto se produce en nombre del pueblo, no el suyo.

-La directriz fue mía. Hago lo necesario para el bien de la nación. Quiero ver lo qué han logrado. Ahora.

Concluyó la discusión y el duelo, cada uno convencido de su victoria.

-Sargento Rodríguez, vamos a hacer las pruebas diagnósticas. Traiga al teniente Bolívar, por favor –dijo la doctora Lachouque.

Rodríguez salió en silencio. El general Lowell permaneció parado en el mismo lugar, mientras la doctora preparaba la Sala de Pruebas. Ambos se ignoraban.

En menos de diez minutos, entró el teniente, seguido por Rodríguez.

-General Lowell, le presento al teniente Bolívar –dijo la doctora, aludiendo al recién llegado, un hombre alto y corpulento.

-Es un placer, mi general –dijo Bolívar con el saludo militar. La mirada recorría el salón como en búsqueda de algo. El general devolvió el saludo y asintió con la cabeza.

-El teniente Bolívar logró las mejores calificaciones en la Academia. Es un atleta y estratega natural, de una inteligencia sobre lo normal –la doctora Lachouque no pudo ocultar su orgullo-. Hemos ajustado sus reflejos a través de un proceso nanotecnológico que a la vez aumenta su fuerza y la densidad de su piel.

-¿Proceso nanotecnológico? –preguntó el general.

La doctora no pudo ocultar una sonrisa.

-Sí –contestó-. Construimos unas máquinas de tamaño subatómico, llamadas nanites, y las inyectamos al cuerpo del teniente con el propósito de reconstruir las células de acuerdo a nuestras especificaciones. Bolívar tiene la fuerza de diez hombres, los reflejos más rápidos que haya visto y la densidad de su piel resiste el impacto de las balas.

-Comience la prueba –fue la única respuesta del general. …dos o tres pruebas para demostrar la superioridad de Bolívar y llego al final…

Bolívar partió hacia la sala de pruebas de inmediato. El general Lowell y la doctora Lachouque observaban a través del cristal. Rodríguez continuó barriendo el piso. Pascual se situó al lado y detrás de la doctora, curioso por ver lo que iba a ocurrir. …¿Pascual? Él es de otro cuento. ¿Qué hace aquí? Borrar esa oración…

Pascual se situó al lado y detrás de la doctora, curioso por ver lo que iba a ocurrir. Pascual se situó al lado y detrás de la doctora, curioso por ver lo que iba a ocurrir. Pascual se situó al lado y detrás de la doctora, curioso por ver lo que iba a ocurrir. …Aparece cada vez que la borro… Ahora se me adelantó…

-Quiero ver qué pasa –dijo Pascual.

…No perteneces aquí… Vas en el de amores frágiles… Vete, por favor. Interrumpes el cuento…

-Ni has comenzado a escribirlo. Estoy aburrido. Déjame ver lo que pasa. Te prometo que no interrumpo.

No. Regresa a mi cabeza. No tengo tiempo para discutir contigo. ¡Vamos!...

-Pero… -…¡Vete!...-. Eres un desconsiderado, ¿sabes? Me voy, pero no esperes que coopere contigo cuando vayas a escribir el otro cuento. ¡Estúpido!

Bolívar se ajustó un casco y sacó el puño izquierdo con el dedo pulgar hacia arriba. Estaba listo. La doctora Lachouque apretó un botón en la consola y dio la orden de inicio.

Un pelotón de soldados, armados con ametralladoras, invadió la sala de pruebas. En segundos montaron un ataque en contra de Bolívar. El teniente saltó dos metros por encima del soldado más cercano, lo desarmó con una patada y agarró el arma. Con el cabo del rifle, incapacitó al soldado con un golpe en la cabeza. Se viró y disparó hacía el resto del pelotón. Con una puntería precisa, imposible, acertó al alcanzar a balazos las armas que los demás soldados apuntaban hacia él. En poco tiempo, entre puños y patadas, había vencido al pelotón.

La doctora Lachoque verificó la pantalla en la consola que transmitía los resultados de la prueba según ocurrían.

-Ni un rasguño –comentó la doctora. Al ver el rostro confundido del general, explicó-. Los nanites también transmiten el estado del cuerpo. El teniente jamás se podría esconder de nosotros, ya que su localización y condición serían transmitidas por los nanites.

El general asintió, satisfecho con la explicación.

Las pruebas continuaron. El teniente demostró su fuerza: alzó vehículos de dos toneladas, brincó paredes de diez metros de alto, y simuló la infiltración a una base.

La doctora sonrió y dijo:

-Con diez como él, no habría ejército que no pudiéramos vencer.

-Eso parece –dijo el general-. Llámelo acá otra vez.

La doctora accedió. En unos minutos el teniente Bolívar entró a la sala de observación, casco en mano.

-Es como un superhéroe –comentó Pascual-. Puedes escribir un libreto para Hollywood con eso. No sé si funciona para un cuento. …¿Qué haces aquí? ¡Te dije que te fueras! ¡Voy a escribir el final! ¡Vete, vete, vete!...

-Nada más veía la prueba de Manuel. Bueno, tú lo llamas por su apellido, Bolívar, pero creo que ni sabes su nombre. ¿A qué no sabías que tiene un hijo de cinco años? Lo mucho que lo quiere… es un hombre bien amistoso. Hablé con él mientras explicabas lo de los, ¿nanites? ¿Vas a escribir las aventuras del Súper Soldado? ... ¡Cállate ya! ¡No, no voy a escribir ningunas aventuras! ¡El cuento acaba ya mismo! Pascual, por favor, te ruego que te vayas antes de dañar el cuento más de lo que has hecho. ¡Nadie va a entender esto!...

-¡Ay, perdón! Ya me voy, ¿ok?

-¿Por qué necesita el casco? ¿No es a prueba de balas? –preguntó el general Lowell.

-No queríamos interferir con su mente –respondió la doctora Lachouque-. Aún no sabemos cómo funciona el cerebro humano. Temíamos causarle daños irreversibles al interferir de alguna manera en su cabeza. Por eso, además de conseguir a alguien capacitado físicamente, insistimos en que el candidato tuviera un nivel de inteligencia mayor.

La doctora sonrió con Bolívar, llena de admiración.

-¿Estos dos son amantes? Porque parece que estás a punto de escribir una escena erótica. Bueno, para un libreto de Hollywood, es necesario, supongo. Este Manuel se lo tenía calladito…¡Pascual! ¡Ya! ¡No me hagas advertirte otra vez!...

-Está bien… perdóname… es que estoy aburrido. Me voy.

-Jum. Teniente Bolívar, estoy muy impresionado con sus habilidades –dijo el general.

-Gracias, mi general.

-Ahora, mate a la doctora Lachouque –dijo el general, impasible.

La orden sorprendió a Bolívar, la doctora suspiró y hasta Rodríguez paró de barrer.

-¿Cómo? ¿Pe- pero, ¿por qué? –las palabras se trababan en la lengua del teniente.

-Ya me oyó –recalcó el general Lowell, sin emoción.

-¡Es que no hay razón! ¡No tiene sentido! –exclamó Bolívar.

-¡Bah! ¡Rodríguez! –gritó el general-. ¡Mate al teniente!

Sin emitir una palabra, en un instante, el sargento Rodríguez desenfundó su pistola, apuntó a la cabeza de Bolívar y disparó. El teniente apenas tuvo tiempo de mirar a Rodríguez, cuando un hoyo color rojo se dibujó en su frente y el cerebro evacuó por la parte de atrás de la cabeza. Pasaron cuatro segundos, antes de que el cuerpo del teniente se desplomara. La pared blanca quedó manchada con sangre, pedazos blancos de cerebro y huesos de cráneo.

El general, todavía sin emoción, se viró hacía la doctora, que gritaba presa del pánico, y dijo:

-Mejor consígame a cien como Rodríguez, que a diez como éste –apuntó al cadáver del teniente con repugnancia. Entonces se viró y comenzó a caminar hacia la salida.

-¡Mataste a Manuel! ¿Por qué? …Pascual… ¡Era tan noble! ¡Dejas a su hijo huérfano! …Pascual, basta. Te dije que te fueras. No hagas repetirme. Ya mismo termino el cuento y podemos trabajar con el tuyo…¿Para qué? ¿Para que me mates también? ¡O peor! …Vete, Pascual. Quiero terminar esto ya. No vuelvo a decirlo…¡Es que siempre haces lo mismo! ¡Matas al protagonista, o se vuelve loco, o lo violan! ¡No quiero terminar así! …Pascual, ya me cansé. Te advertí…

De momento, el general se dirigió a Rodríguez, que había reanudado la limpieza del cuarto.

-Rodríguez, -dijo el general- Mate a Pascual.

-¿Qué? ¡No, no! ¡Me voy, me v-!

En silencio, Rodríguez desenfundó el arma, apuntó a la cabeza de Pascual y disparó. Sintió alivio. Esta vez, aún no había terminado de limpiar el cuarto.

FIN

Octubre 24, 2005. Fajardo, PR - José Borges

sábado, octubre 22, 2005



De ratones y otras cosas

Anoche se llevó a cabo la lectura de cuentos en Café Berlín. Fue un rato muy ameno, aunque llegué tarde. Leí "Susana" (otra vez, lo sé, pero ellos no lo habían leído) y me hizo falta el micrófono... me acostumbré demasiado. Disfruté de una poesía muy jocosa acerca de la vejez. Por mala fortuna, no recuerdo quién la recitó. Me impresionó que lo hiciera de memoria, ya que era larga.

Al concluir las lecturas salimos a las mesas de la acera, donde discutimos películas, la atracción sexual que sienten las mujeres con John Travolta (aun cuando esté panzón), el problema de Puerto Rico, la resolución del problema de Puerto Rico, la inteligencia de Maripili (es un argumento válido, ¡de veras!) y la humortivación de Silverio. No creo que haya sido en ese orden en particular.

Algo muy curioso sucedió mientras hablábamos. Una rata (el tamaño varía de acuerdo a quién le preguntes... Bárbara Forestier y Yolanda Arroyo dicen que era del tamaño de un gato. Yo... pues, vean la foto) cruzaba la acera desde una alcantarilla a un desague en el edificio. Después de gritos (no mencionaré de quién o quienes) y averiguaciones, dejamos a la rata en paz. Me asombraba como miraba de un lado a otro antes de cruzar la acera. Astuta.

La próxima lectura de cuentos en Café Berlín será el 18 de noviembre (creo). Tampoco es el último viernes del mes, pero la fecha configía con el Día de Acción de Gracias. A ver si más personas se animan a ir.

Los dejo por ahora, que voy a escribir el cuento fantástico para el lunes.

jueves, octubre 20, 2005


En Área, Caguas, PR
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Anoche fue la lectura de cuentos en Área en la ciudad de Caguas, PR. Fue una experiencia muy agradable donde Yolanda Arroyo (substituyendo a Alma Rivera), Isamari Castrodad y yo leímos dos cuentos cada uno. Después de presentarnos a la audiencia, comencé a leer "El evangelio según Matías"(se puede leer en la página de Narrativa Puertorriqueña). Se decidió comenzar conmigo por un voto de 2-1 (Yolanda e Isamari votaron a que yo empezara...) y eso hice después de un leve ataque de nervios.
Después, Yolanda leyó "Rapiña" e Isamari leyó su cuento (cuyo nombre no recuerdo... que me perdone, pero soy malísimo con los títulos... apenas recuerdo los de mis cuentos). Cuando volvió a ser mi turno, me tocó decidir entre "Diablo caído" y "Susana" para leer. Leí el segundo, ya que está escrito en un estilo que se asemeja más a lo que estoy escribiendo últimamente. Lo podrán leer aquí, después que termine la crónica. Después, siguió Yolanda con "100 hormigas" (creo que ese era el título) e Isamari con "El relojero".
Creo que todos fueron bien recibidos. Siguió una sesión de preguntas que estuvo muy interesante. Vi varios jóvenes, cual creo que es algo maravilloso. Es bueno ver gente mostrar interés en lo que uno produce y les doy las gracias a los que fueron y a los que me invitaron. Cuando consiga más información acerca del lugar (me consta que hacen exhibiciones de arte, muestran películas y varios otros proyectos interesantes), la compartiré aquí.
Confieso cierta atracción a hablar en público (por lo menos leer mis cuentos)... pero ese es otro tema.
También debo anunciar que todos los últimos viernes del mes, en Café Berlín en el Viejo San Juan, a las 7:00pm se leen cuentos. Este viernes 21 de octubre se leerán cuentos (sé que no es el último viernes del mes, pero el 28 confligía con Halloween, según la organizadora, Bárbara Forestier).
Bueno, los dejo con una fotos del evento (tomadas por Awilda Cáez) y el cuento (escrito por mí):

Susana

Todavía recuerdo su sonrisa, como le brillaban los ojos, el huequito que se le formaba en la mejilla izquierda. Extraño el calor que sentía cuando dormíamos y como se sentía abrazarla. No hay un día que no piense en ella.

A veces, la curiosidad me pica… quisiera saber dónde está, qué hace. Entonces, pienso en Susana y dejo de reflexionar acerca de esas cosas que fueron o pudieron ser. Todo por un recibo.

Pensé que lo había echado a la basura y, desesperado, en cuclillas, me dispuse a buscarlo. El papel me pareció tan importante entonces… quería intercambiar un anillo que le había comprado a Vanesa para nuestro aniversario. Como todo marido, olvidé el tamaño del dedo anular. No quería que ella notara mi falta de apreciación para los detalles.

Con sólo tres años de casados, ya se quejaba de mi falta de atención. El aniversario tenía que ser espectacular. Aquella tarde, la equivocación con el anillo parecía un desastre.

Tener las manos cubiertas de basura me daba asco. Los gusanos de la cena de la noche anterior me hacían cosquillas en los dedos. Estuve a punto de rendirme (todo sería tan diferente ahora, de haberlo hecho), pero controlé mi repulsión y seguí escarbando.

A pesar de estar en la superficie, no vi la cajita rectangular de cartón azul hasta buscar por más de cinco minutos. A veces pienso que mi propia mente me la trató de ocultar, presintiendo las consecuencias.

Es tan irónico… además de sorpresa, sentí alegría cuando al fin la vi. De momento, todo tenía sentido: los humores de Vanesa, sus malestares de estómago, sus antojos extraños.

Con las manos todavía cubiertas de basura, pesé la cajita. Había algo adentro. La abrí y encontré la prueba de embarazo usada, el resultado todavía legible; después de un año entero sin fruto, iba a ser papá. Recuerdo reemplazar con alegría aquel asco que me causaba manosear la basura.

Como niño culpable, traté de esconder la basura lo más que pude y subí al apartamento para lavarme las manos. No quería que Vanesa supiese que me había enterado de su preñez. Ella tenía derecho a decírmelo, como yo lo tuve al pedir su mano.

El asunto de la sortija se me olvidó hasta más tarde, cuando encontré el maldito recibo en los pantalones del día anterior. Me duché rápido, ansioso por su llegada. Bajé a la cocina y le preparé su plato favorito. Era algo que a mí nunca me apetecía, pero ese día no me importaba comer… ahora tampoco.

Esperé por su confesión durante toda la cena, en vano. Me pregunté por qué no me lo diría. A lo mejor quería estar segura antes del anuncio, o tal vez planificar alguna ocasión especial. De todas maneras dormí contento.

Durante la semana seguí en espera de la noticia, pero Vanesa mantuvo silencio. Yo, loco por compartir mi hallazgo, se lo conté a mi madre, con instrucciones de no decírselo a nadie. Obviamente, el día siguiente todos sus vecinos compartían mi alegría.

No sé por qué, pero yo estaba seguro que sería niña. En secreto le compré ropa, juguetes y hasta abrí una cuenta de ahorros para ella. Ya me impacientaba (habían pasado dos semanas) cuando Vanesa me informó que al día siguiente iba al médico y no iría a trabajar. Me pidió que hiciera la compra ya que estaba segura que no se sentiría muy bien después de la cita. Yo accedí a todo sin preguntas. Sabía que iba al médico para darme la noticia oficial y quería sacarme de la casa para darme una sorpresa.

Fui al mercado imaginándome qué tramaba mi esposa. Me sentí tan enamorado como cuando nos conocimos.

Esa tarde la encontré dormida en la cama, sin ánimos de levantarse. Pregunté qué le sucedía. Estaba cansada, respondió. Al principio, me sentí desilusionado. Después comencé a preocuparme. ¿Estaría incorrecta la prueba? ¿Algo andaría mal? Esa noche apenas dormí.

Esperé alguna noticia la mañana siguiente, pero nada. Partió al trabajo sin apenas un beso. El resto del día no pude concentrarme en nada de lo que traté de hacer. Al mediodía pedí irme del trabajo a descansar, me sentía mal. En mi casa, solo, esperándola, me fue peor. ¡Quería saber ya!

Llegó a la hora de siempre... la noté melancólica. Temí las peores noticias. Quería dejarla decirme a su tiempo… cenamos, nos bañamos y justo antes de acostarnos, no pude más.

-¿Cuándo piensas decirme lo del bebé?

La pregunta la sorprendió. Noté cómo buscaba alguna palabra para contestar.

-¿Está bien? ¿Va a padecer de alguna condición?

-¿Cómo te enteraste? –respondió con otra pregunta.

Le expliqué todo; cómo me sentía, quién sabía, hasta qué había comprado para la niña.

-¿De dónde sacas que iba a ser niña? –preguntó, el rostro pálido.

-¿Iba a ser?

Con esa pregunta contestó todo.

Sin palabras, me quité el anillo de matrimonio y lo coloqué en la mesa del comedor.

A veces alguien se compadece de mí y me deja montarme en su auto. Cuando preguntan hacia dónde voy, les digo que no importa. No le pido nada a nadie y cuando el hambre es insoportable, busco en la basura; como aquél día. No tengo idea de donde estoy. Sólo sé que su nombre era Susana.

Mayo, 2005

Guaynabo y Río Grande, PR