Cuento fantástico para el Taller de Narrativa.
Unas de las ventajas del internet es que puedo publicar mi cuento por aquí para que el resto de la clase de taller pueda leerlo. Así, no hay excusas... espero. Sin más les dejo este cuento:
La importancia absoluta de seguir la cadena de mando
El General Lowell colocó la mano derecha en el lector de huellas digitales y esperó a que una luz verde indicara su aprobación. Miró a un ojo electrónico que leyó su iris, y la puerta enorme de acero macizo abrió. Examinó las paredes de concreto reforzado, capaces de aguantar una explosión atómica. Era uno de los lugares más impenetrables en el planeta. Él mismo había ordenado su construcción. Hasta los soldados que limpiaban la instalación estaban armados y adiestrados para ser máquinas de muerte.
Sacó un cigarro del bolsillo izquierdo de su uniforme y lo encendió al entrar. Se fijó en el letrero blanco con letras rojas que decía “No fumar”. Ordenó un cenicero al sargento con el apellido “Rodríguez” escrito en letras negras en el bolsillo de la camisa. Sin mediar palabra, Rodríguez arrimó la escoba contra la pared, hizo el saludo militar y se dispuso a cumplir la orden.
El humo invadió el aire estéril de la instalación y el olor llenó el Centro de Investigación y Desarrollo. Era un lugar pequeño en comparación con otras bases semejantes. Consistía de sólo tres cuartos; el Centro de Control, residido por instrumentos de análisis de funcionamiento; la Sala de Pruebas donde …umm… qué escribo…¡ah! Ya sé… se llevaban a cabo los experimentos y demostraciones; y la Sala de Observación donde una pared de cristal a prueba de balas permitía ver lo que sucedía en la Sala de Pruebas, donde el general fumaba en espera del administrador.
Era un cuarto inmaculado, con paredes blancas y pisos impecables. Rodríguez se apresuró a colocar el cenicero cerca del general y continuó barriendo el piso.
Se escuchó gritar a una mujer desde el Centro de Control:
-¿Quién fuma?
La dueña de la voz salió del cuarto adyacente Caminaba de manera rápida y agitada. Calló al ver al general parado en medio de la sala de observación.
-Doctora Lachouque –dijo el general, mientras disfrutaba del tabaco.
-¡General! ¡No sabía que venía hoy!
-No sería una inspección secreta si le advierto, ¿no cree? –dijo el general, sin emoción.
La doctora Lachouque asintió con la cabeza. Comenzó a batir el humo frente a la cara con la mano derecha.
-General, el humo del cigarro puede afectar los instrumentos de evaluación. Las pruebas de hoy no serían válidas…
-Vine a examinar el proyecto con mis ojos. No me importa lo que digan los instrumentos –apuntó con el cigarro hacia el centro de control.
La doctora miró al techo y encogió los hombros.
-¿Cómo le ayudo, entonces?
-Quiero ver lo que han desarrollado aquí, sin mi aprobación –el general posó la mirada en los ojos de la doctora.
-General, sólo llevamos acabo la directriz. Nuestras órdenes consisten en desarrollar al soldado ideal. Eso mismo es lo que hemos hecho –respondió la doctora, sin apartar la mirada.
-Desarrolló su versión del soldado ideal, no la mía. Evitó mi escrutinio a través de la burocracia, pero debió saber que me daría cuenta tarde o temprano – el duelo de miradas continuó.
-Esto se produce en nombre del pueblo, no el suyo.
-La directriz fue mía. Hago lo necesario para el bien de la nación. Quiero ver lo qué han logrado. Ahora.
Concluyó la discusión y el duelo, cada uno convencido de su victoria.
-Sargento Rodríguez, vamos a hacer las pruebas diagnósticas. Traiga al teniente Bolívar, por favor –dijo la doctora Lachouque.
Rodríguez salió en silencio. El general Lowell permaneció parado en el mismo lugar, mientras la doctora preparaba la Sala de Pruebas. Ambos se ignoraban.
En menos de diez minutos, entró el teniente, seguido por Rodríguez.
-General Lowell, le presento al teniente Bolívar –dijo la doctora, aludiendo al recién llegado, un hombre alto y corpulento.
-Es un placer, mi general –dijo Bolívar con el saludo militar. La mirada recorría el salón como en búsqueda de algo. El general devolvió el saludo y asintió con la cabeza.
-El teniente Bolívar logró las mejores calificaciones en la Academia. Es un atleta y estratega natural, de una inteligencia sobre lo normal –la doctora Lachouque no pudo ocultar su orgullo-. Hemos ajustado sus reflejos a través de un proceso nanotecnológico que a la vez aumenta su fuerza y la densidad de su piel.
-¿Proceso nanotecnológico? –preguntó el general.
La doctora no pudo ocultar una sonrisa.
-Sí –contestó-. Construimos unas máquinas de tamaño subatómico, llamadas nanites, y las inyectamos al cuerpo del teniente con el propósito de reconstruir las células de acuerdo a nuestras especificaciones. Bolívar tiene la fuerza de diez hombres, los reflejos más rápidos que haya visto y la densidad de su piel resiste el impacto de las balas.
-Comience la prueba –fue la única respuesta del general. …dos o tres pruebas para demostrar la superioridad de Bolívar y llego al final…
Bolívar partió hacia la sala de pruebas de inmediato. El general Lowell y la doctora Lachouque observaban a través del cristal. Rodríguez continuó barriendo el piso. Pascual se situó al lado y detrás de la doctora, curioso por ver lo que iba a ocurrir. …¿Pascual? Él es de otro cuento. ¿Qué hace aquí? Borrar esa oración…
Pascual se situó al lado y detrás de la doctora, curioso por ver lo que iba a ocurrir. Pascual se situó al lado y detrás de la doctora, curioso por ver lo que iba a ocurrir. Pascual se situó al lado y detrás de la doctora, curioso por ver lo que iba a ocurrir. …Aparece cada vez que la borro… Ahora se me adelantó…
-Quiero ver qué pasa –dijo Pascual.
…No perteneces aquí… Vas en el de amores frágiles… Vete, por favor. Interrumpes el cuento…
-Ni has comenzado a escribirlo. Estoy aburrido. Déjame ver lo que pasa. Te prometo que no interrumpo.
…No. Regresa a mi cabeza. No tengo tiempo para discutir contigo. ¡Vamos!...
-Pero… -…¡Vete!...-. Eres un desconsiderado, ¿sabes? Me voy, pero no esperes que coopere contigo cuando vayas a escribir el otro cuento. ¡Estúpido!
Bolívar se ajustó un casco y sacó el puño izquierdo con el dedo pulgar hacia arriba. Estaba listo. La doctora Lachouque apretó un botón en la consola y dio la orden de inicio.
Un pelotón de soldados, armados con ametralladoras, invadió la sala de pruebas. En segundos montaron un ataque en contra de Bolívar. El teniente saltó dos metros por encima del soldado más cercano, lo desarmó con una patada y agarró el arma. Con el cabo del rifle, incapacitó al soldado con un golpe en la cabeza. Se viró y disparó hacía el resto del pelotón. Con una puntería precisa, imposible, acertó al alcanzar a balazos las armas que los demás soldados apuntaban hacia él. En poco tiempo, entre puños y patadas, había vencido al pelotón.
La doctora Lachoque verificó la pantalla en la consola que transmitía los resultados de la prueba según ocurrían.
-Ni un rasguño –comentó la doctora. Al ver el rostro confundido del general, explicó-. Los nanites también transmiten el estado del cuerpo. El teniente jamás se podría esconder de nosotros, ya que su localización y condición serían transmitidas por los nanites.
El general asintió, satisfecho con la explicación.
Las pruebas continuaron. El teniente demostró su fuerza: alzó vehículos de dos toneladas, brincó paredes de diez metros de alto, y simuló la infiltración a una base.
La doctora sonrió y dijo:
-Con diez como él, no habría ejército que no pudiéramos vencer.
-Eso parece –dijo el general-. Llámelo acá otra vez.
La doctora accedió. En unos minutos el teniente Bolívar entró a la sala de observación, casco en mano.
-Es como un superhéroe –comentó Pascual-. Puedes escribir un libreto para Hollywood con eso. No sé si funciona para un cuento. …¿Qué haces aquí? ¡Te dije que te fueras! ¡Voy a escribir el final! ¡Vete, vete, vete!...
-Nada más veía la prueba de Manuel. Bueno, tú lo llamas por su apellido, Bolívar, pero creo que ni sabes su nombre. ¿A qué no sabías que tiene un hijo de cinco años? Lo mucho que lo quiere… es un hombre bien amistoso. Hablé con él mientras explicabas lo de los, ¿nanites? ¿Vas a escribir las aventuras del Súper Soldado? ... ¡Cállate ya! ¡No, no voy a escribir ningunas aventuras! ¡El cuento acaba ya mismo! Pascual, por favor, te ruego que te vayas antes de dañar el cuento más de lo que has hecho. ¡Nadie va a entender esto!...
-¡Ay, perdón! Ya me voy, ¿ok?
-¿Por qué necesita el casco? ¿No es a prueba de balas? –preguntó el general Lowell.
-No queríamos interferir con su mente –respondió la doctora Lachouque-. Aún no sabemos cómo funciona el cerebro humano. Temíamos causarle daños irreversibles al interferir de alguna manera en su cabeza. Por eso, además de conseguir a alguien capacitado físicamente, insistimos en que el candidato tuviera un nivel de inteligencia mayor.
La doctora sonrió con Bolívar, llena de admiración.
-¿Estos dos son amantes? Porque parece que estás a punto de escribir una escena erótica. Bueno, para un libreto de Hollywood, es necesario, supongo. Este Manuel se lo tenía calladito…¡Pascual! ¡Ya! ¡No me hagas advertirte otra vez!...
-Está bien… perdóname… es que estoy aburrido. Me voy.
-Jum. Teniente Bolívar, estoy muy impresionado con sus habilidades –dijo el general.
-Gracias, mi general.
-Ahora, mate a la doctora Lachouque –dijo el general, impasible.
La orden sorprendió a Bolívar, la doctora suspiró y hasta Rodríguez paró de barrer.
-¿Cómo? ¿Pe- pero, ¿por qué? –las palabras se trababan en la lengua del teniente.
-Ya me oyó –recalcó el general Lowell, sin emoción.
-¡Es que no hay razón! ¡No tiene sentido! –exclamó Bolívar.
-¡Bah! ¡Rodríguez! –gritó el general-. ¡Mate al teniente!
Sin emitir una palabra, en un instante, el sargento Rodríguez desenfundó su pistola, apuntó a la cabeza de Bolívar y disparó. El teniente apenas tuvo tiempo de mirar a Rodríguez, cuando un hoyo color rojo se dibujó en su frente y el cerebro evacuó por la parte de atrás de la cabeza. Pasaron cuatro segundos, antes de que el cuerpo del teniente se desplomara. La pared blanca quedó manchada con sangre, pedazos blancos de cerebro y huesos de cráneo.
El general, todavía sin emoción, se viró hacía la doctora, que gritaba presa del pánico, y dijo:
-Mejor consígame a cien como Rodríguez, que a diez como éste –apuntó al cadáver del teniente con repugnancia. Entonces se viró y comenzó a caminar hacia la salida.
-¡Mataste a Manuel! ¿Por qué? …Pascual… ¡Era tan noble! ¡Dejas a su hijo huérfano! …Pascual, basta. Te dije que te fueras. No hagas repetirme. Ya mismo termino el cuento y podemos trabajar con el tuyo…¿Para qué? ¿Para que me mates también? ¡O peor! …Vete, Pascual. Quiero terminar esto ya. No vuelvo a decirlo…¡Es que siempre haces lo mismo! ¡Matas al protagonista, o se vuelve loco, o lo violan! ¡No quiero terminar así! …Pascual, ya me cansé. Te advertí…
De momento, el general se dirigió a Rodríguez, que había reanudado la limpieza del cuarto.
-Rodríguez, -dijo el general- Mate a Pascual.
-¿Qué? ¡No, no! ¡Me voy, me v-!
En silencio, Rodríguez desenfundó el arma, apuntó a la cabeza de Pascual y disparó. Sintió alivio. Esta vez, aún no había terminado de limpiar el cuarto.
FIN
Octubre 24, 2005. Fajardo, PR - José Borges