Esto fue algo que entregué ayer para una clase. Tenía ganas de jugar con dos personajes.
Como experimento, quiero presentarlo ante ustedes y ver cuál es su opinión. Después haré una comparación de lo que me digan en el taller. Así que, comenten, por favor.
El contrato
-Llegó tu hora –dijo Tepes, y apretó el gatillo. Esperó a que el cuerpo de Israel Quintana cayera al piso y lo remató con dos balas más en la cabeza. Guardó el arma en la pistolera escondida en su gabán negro y abandonó el callejón.
-¿Llegó tu hora? –preguntó Mal al verlo salir a la calle-. ¿Qué mierda es esa?
-Perdón, maestro. No se me ocurrió nada mejor–Tepes fijó la vista en el suelo.
-Es lo último que oirá el blanco. Lo menos que puedes hacer es decirle algo original. Estás viendo mucha televisión… lee más; apréndete un verso bíblico… ¡algo, por Dios!
-Sí, maestro –murmuró Tepes.
-¿Cuántos faltan?
-Dos.
-Bien. Tú guías –dijo Mal y, sin esfuerzo, le lanzó las llaves.
Tepes las atrapó en el aire, casi sin mirar. Abrió la puerta del Impala del setenta color marrón, se sentó en el asiento de cuero crema y en poco tiempo se marcharon.
Mantuvieron silencio mientras Tepes conducía. Fijó toda la atención en la carretera. Miraba por el retrovisor cada diez segundos y manejaba con sumo control. El auto no se desviaba ni una pulgada sin que él lo quisiera.
-¿Dónde es el próximo? – Mal rompió el silencio a la misma vez que encendía un cigarrillo.
-Isla Verde. ¿Tienes que fumar?
-Sí –contestó y exhaló el humo hacia Tepes-. Hay que disfrutar cada segundo de vida. ¡Aprovecharse de ella! En este negocio cualquier trabajo puede ser el último.
-¿Por eso te tiras a la jeva del jefe?
-Je, je…Algo así. Tiene buen gusto, ¿qué quieres que haga?
-¿Quién? ¿El jefe o ella?
-Los dos –respondió Mal, a carcajadas.
Tepes sonrió en silencio. Permanecieron así unos minutos.
-¿Qué les dices? –preguntó Tepes.
-¿A los blancos? Trato de pensar en algo cómico… que se vayan con una sonrisa al menos. El chiste final, supongo.
-¿Cómo puedo aprender eso, maestro?
-No sé… Tal vez si aprendieras a disfrutar más. Siempre te veo entrenando… nunca te relajas.
-Es que quiero ser el mejor.
-Mira, te digo esto con toda honestidad, pero que no se te vaya a la cabeza, ¿eh? –dijo Mal, serio-. Creo que ya lo eres. El mejor, digo. Eres un tipo frío, sólo piensas en el trabajo. He visto veteranos que quisieran ser tan eficientes. Pero tienes que entender que en cualquier momento, algo puede ir mal, y ¡puf!, eres el mejor cadáver. La mala leche nos cae a todos.
-Gracias, maestro.
-Olvídalo. Sólo prométeme que te irás a dar unas cervezas después, ¿sí?
-El alcohol te hace lento. Mi cuerpo debe ser como un templo, maestro. No lo puedo profanar.
-Bebe una al menos. Después rezas un Ave María, o algo.
Tepes sonrió y dijo:
-Lo haré.
-¡Ése es mi pupilo! –dijo y le dio un espaldarazo.
-Estamos cerca –dijo Tepes, otra vez serio.
-Oye, aquel es el apartamento de Eunice –dijo Mal, apuntando a un balcón dos edificios más abajo-. ¿Qué tal si voy y echo un polvo en lo que tú te encargas de esto?
-No creo que sea correcto, maestro.
-¿Ya se te olvidó lo que dije? Hay que aprovecharse de la vida… o la jeva del jefe, lo primero que venga. Trataré de no tardarme mucho –dijo Mal, sacando un cigarrillo de la cajetilla que tenía en el bolsillo de la camisa-. Aunque tal vez sea mejor que vaya después de terminar con el segundo blanco... ¿Quién es?
Tepes estacionó el auto detrás del edificio al que Mal había apuntado y apagó el motor.
-Hoy es un buen día para dejar de fumar, maestro.
-¿Eh? –dijo Mal. Miró a Tepes y vio la pistola que éste le apuntaba a la cabeza. La sonrisa desapareció un momento, pero regresó-. ¿Ves? Eso es lo que te digo… un poco de humor.
Tepes apretó el gatillo. Tomó el encendedor de la mano de Mal, aún caliente. Salió del auto y abrió el baúl. Abrió un contenedor lleno de gasolina y enjuagó un trapo y regó todo lo que pudo del auto con el líquido. Encendió el trapo y lo lanzó encima del cadáver de Mal.
En silencio, mientras las llamas consumían al Impala, se dirigió al apartamento de Eunice.
Una hora más tarde, después de terminar con el tercer blanco, entró a un bar cercano. Ordenó una cerveza y le pidió un cigarrillo a una mujer sentada al lado. Usó el encendedor de Mal y notó que tenía letras doradas grabadas en un lenguaje desconocido. Lo leyó varias veces, hasta entender.
“Si fumare morí. Si non, ídem.”
Comenzó a reír, sin importarle las miradas de los demás.
Fin