El primer cuento que publico aquí en el año, sin embargo, lo escribí más de dos años atrás. Muy apropiado para este cuento, como verán. Je, je. Después del final, les explico cómo me surgió la idea...
Día a día
-Es bueno verlo otra vez, señor Juan -dijo el vagabundo-. Después del accidente de ayer, no pensé volverlo a ver.
No sabía cómo supo mi nombre, pero tampoco pregunté. Captó mi atención con lo que había dicho del accidente.
Contesté que me confundía con otra persona, ya que no había sufrido un accidente en años.
-No... ¡Era usted! –insistió-. Me alegro de verlo saludable. ¡Qué clase de impacto!
Me dio curiosidad, pero el semáforo cambió a verde y seguí camino a casa. Horas más tarde ya había olvidado el incidente y me acosté temprano.
No me acordé de él hasta la tarde siguiente, cuando lo volví a ver frente al semáforo. Cojeaba del pie derecho mientras pedía limosnas con una mueca de dolor cada vez que pisaba. Despacio, caminó hacía mi auto.
Al acercarse, le pregunté qué le había sucedido. No acostumbro hablar con mendigos, pero mi curiosidad pudo más que mi aversión.
-¿No se acuerda del auto de ayer? Me pisó el pie.
Dije que debió haber sucedido después de irme; recordaba haberlo visto por el retrovisor y caminaba sin dificultad
-¡El carro rojo! Usted lo vio... fue al frente suyo.
Encogí los hombros. Seguramente estaba loco y no convenía llevarle la contraria. Al cambiar la luz, seguí la marcha hacía mi casa y no pensé más en el asunto en los días siguientes. Continué con la rutina semanal y, aunque veía al limosnero, no le presté mucha atención. Aun así, noté que cojeaba al azar. Unos días sí, otros no.
El lunes, con la luz roja, no pude evitar que se acercara otra vez. El conductor de frente a mí aceleró al notar la luz del carril de viraje cambiar a verde. Sin darse cuenta, pasó por encima del pie derecho del limosnero antes de frenar. En el reflejo del espejo de la puerta, detecté preocupación en el rostro del chofer del Mercedes rojo, pero supuse que era más por la complicación legal que le podía causar el incidente. Aceleró y desapareció entre las calles y los demás autos en la ciudad.
Recordé que el muchacho cojeaba la semana anterior y la explicación que me dio. Era como había descrito, pero cuatro días más tarde. El mendigo brincaba con el pie izquierdo e intercambiaba gritos de dolor con maldiciones al “hijo de puta”.
Cuando cambió el semáforo, seguí mi camino, pero sólo pensaba en las semejanzas entre lo que recordaba que me había dicho el vagabundo y lo que acababa de presenciar. Sin más remedio, viré y me estacioné cerca de la intersección.
Lo encontré sentado en la acera examinándose el pie, con un zapato vacío al lado.
Pregunté si estaba bien, a lo que respondió:
-Creo que sí. Me duele mucho, pero no es insoportable. Gracias por preguntar. ¿Cómo se llama usted?
Ya me desesperaba la habilidad de este hombre para confundirme. La semana pasada, sabía mi nombre y ahora no. Tal vez se le había olvidado…
Decidí echar a un lado la confusión y le dije mi nombre: Juan. Ofrecí llamarle una ambulancia, pero no terminé de pronunciar la palabra cuando noté que comenzó a exaltarse.
-¡No! ¡Por favor, no lo haga! No me gusta estar muy lejos del semáforo. Me confundo demasiado.
No tenía sentido, pero no esperaba mucha cordura de él. Por algo vivía allí. Le deseé una pronta recuperación y me despedí.
En mi casa, no podía pensar en nada más. ¿Cómo supo mi nombre la primera vez que hablamos, pero hoy no? ¿Por qué vio su accidente pasar una semana antes? ¿Conocía el futuro? La pregunta más alarmante era ésta: ¿cuándo sería mi accidente? ¿Sería grave? ¿Acaso mi muerte estaba cerca? ¿Había forma de evitarla?
No dormí bien esa noche.
En el trabajo, sólo pensaba en el limosnero. Decidí hablar con él por la tarde. Me estacioné cerca de la intersección donde estaba el semáforo. Allí estaba, como de costumbre. Desde la esquina, lo llamé Cuando llegó a mi lado le pregunté si podía contestar algunas preguntas. Noté que hoy no cojeaba.
-¿Es policía, señor Juan? No lo parece, pero...
Estaba un poco nervioso, pero pude convencerlo de que no era un oficial de la ley o algún funcionario del gobierno. Si dudó de mi sinceridad, cuando le ofrecí el billete de veinte, lo convencí por completo.
-Muy bien, hablemos -dijo sonriendo–. Un policía me hubiese hartado de bofetadas en vez de dinero.
Nos sentamos en un banco en la parada del autobús. Descubrí su nombre mientras hablamos; Ignacio.
Apunté al pie derecho, para saber si se había recuperado. No parecía hinchado.
-Ya está bien. Ni se nota que me pisó un auto. Me asustó la primera semana; la hinchazón no parecía bajar.
-Pero... eso pasó ayer -pregunté.
Me miró asustado, como si hubiese revelado un secreto, pero entonces su rostro dejó de mostrar miedo.
-De todas formas, ahora está bien. Mire -dijo. Se paró de un salto y caminó alrededor de la parada. No se quejó de dolor.
Mencioné lo raro que me parecía que sanara tan rápido.
-Cosas más raras suceden. No se preocupe por mí.
Callé por unos minutos. El autobús llegó y recogió pasajeros. El semáforo cambió y se despejó la intersección.
Al fin le hablé otra vez.
Ya no podía contener la pregunta; necesitaba saber y pregunté:
-Ignacio, ¿puedes ver el futuro?
-Sólo como usted... un minuto a la vez y día a día.
-¿Cómo sabías de tu accidente una semana antes?
-Bueno, es que para mí han pasado varios días.
Las palabras de Ignacio eran sinceras, pero yo había visto el accidente la tarde anterior. El lunes... estaba seguro. Ignacio me hacía dudar. Entonces, se me ocurrió una locura.
-Ignacio... ¿qué día es hoy?
-No sé. Este estilo de vida no tiene horario fijo -dijo con una sonrisa-. No es sábado ni domingo, porque en esos días apenas hay autos en la intersección.
-Y ayer ¿era sábado o domingo?
-Sí. Aquí no había autos ayer. No sé cuál de los dos era, pero era uno de esos.
-Sabes el orden de los días ¿verdad? Lunes, martes, miércoles...
-Sí. Así se supone que sea...
-¿Qué día será mañana? -interrumpí. Bajó la cabeza, abochornado.
-No sé, señor Juan, no sé. El que me toque, supongo -respondió, fijando la vista en el piso.
-¡Vamos! Si hoy es martes, entonces ¿qué será mañana?
-Para usted será miércoles. Para mí... no sé. Puede ser domingo o jueves. Se me hace imposible saber.
Por eso, para él había pasado una semana desde el accidente. Por eso, un día cojeaba y otro no. Ni él mismo sabía qué día le tocaría mañana, sólo que no sería el mismo que me tocaría a mí… o a más nadie.
No podía seguir usando esta intersección. Aquí sería el accidente. Me mudaría, para estar seguro.
Maquinaba cómo conseguir empleo en alguna otra ciudad, a cuál ciudad mudarme, abandonar a mis amigos, conseguir otros. Huir, huir. Comenzar de nuevo… sería una aventura.
-¡Señor Juan! ¡Cuidado! -gritó Ignacio. Agitaba los brazos encima de la cabeza; ahora sí parecía un loco y me sentí tonto por hacerle caso a sus cuentos y a mis supersticiones. Di unos pasos hacia mi carro. Crucé la calle frente a la parada del autobús. Inmerso en mis pensamientos, no me di cuenta de dónde me encontraba.
Al ver venir el autobús, supe un segundo antes del impacto que hoy sería el día de mi accidente.
Fin
Cuando escribí este cuento, tenía un empleo donde trabajaba más de diez horas diarias, a veces seis o siete días a la semana. Además, tenía que madrugar para poder llegar a tiempo al trabajo. Sucedía que nunca sabía qué día era... si era martes, domingo o nada. Un día, mientras regresaba a casa, se me ocurrió el personaje de Ignacio.
La avenida donde sucede todo puede ser cualquiera, pero para los lectores que conozcan el área de Hato Rey, pueden pensar que ocurre en la esquina de la Ponce de León y la Hostos (donde está el Choliseo y la estación del Tren Urbano).
He notado que este cuento le gusta a las personas que entienden los cuentos donde hay mucho viaje por el tiempo (Back to the Future II o The Time Machine). Lo cómico es que después de escribirlo, se me hacía difícil seguir la continuidad de acuerdo a lo que le ha o no sucedido a Ignacio. Espero que les haya gustado.
Por cierto, si a alguien se le ocurre un título mejor, me dejan saber. Nunca he estado 100% contento con el actual.