Quería leer este en Café Berlín, pero es demasiado largo, creo. Así que se los dejo acá. Espero que les guste. Al final del cuento, dejaré algunos comentarios sobre cómo surgió la idea.
El infierno es la ausencia
José Borges
Lo peor es el olor. No hay manera de escaparse de la peste. La combinación de agua estancada, muertos descompuestos y alcantarillas desbordadas crea un infierno para el olfato. Cuatro días en esto… no sé cuanto más pueda soportar. Tengo hambre, pero aún así, comer me provoca nausea.
Martina parece haber perdido la cordura. Ya no reacciona a nada… sólo mira al vacío. Es difícil comprender su entusiasmo antes del huracán… siempre la optimista. No queda un rasgo de eso.
Recuerdo pensar que se enfadaría conmigo al decirle que no podríamos evacuar la ciudad. El huracán decidió llegar en nuestro peor momento económico y yo no quería dejar nuestras pocas pertenencias sin vigilar. Si llego a saber que no importaría si estuviésemos o no… muy tarde para eso.
-Pues, nada, amor. Será como acampar. Lo importante es que estemos juntos –contestó con esa sonrisa de ella. La que siempre me hacía sentir feliz.
Apenas llevábamos tres semanas en Nueva Orleáns. Yo trabajaba en un hotel durante el día y tocaba el bajo en una barra por las noches. La ciudad sería mi universidad de música. Martina no había encontrado empleo aún.
Cuando oímos las noticias del huracán comencé a desesperarme. Mudarnos acá había sido un riesgo bastante grande y empecé a dudar de mi decisión. Martina nunca perdió fe. Nos preparamos lo más que pudimos para el temporal.
Nuestro apartamento era cerca del barrio francés y los vecinos nos decían que era uno de los lugares más seguros de la ciudad para pasar un huracán.
Cuando comenzaron los primeros vientos, nos encerramos en el apartamento. Al poco tiempo las autoridades cortaron la electricidad. Bajo la luz de las velas nos divertimos jugando con naipes y juegos de mesa. Podíamos oír el viento arrasando todo en su camino. Noté que Martina estaba nerviosa… todo le daba gracia y se reía con frecuencia. Su intención era mostrarse fuerte para mí… no quería que me preocupara.
Ahora le veo los ojos vacíos y me recuerdan a esas horas felices que pasamos. Aguanto las lágrimas para que no pierda fe en mí.
A las dos de la tarde, más o menos, el viento cesó. Salimos a ver qué había sucedido, pero sabíamos que faltaba el resto de la tormenta. La ciudad descansaba dentro del ojo del huracán. Hasta la fecha, los daños habían sido menores. Algunos automóviles destrozados por árboles caídos, letreros en el piso, algunas ventanas rotas… pero dentro de todo, estable. Volvimos a encerrarnos cuando comenzaron los vientos otra vez.
Esta vez Martina no pudo ocultar lo que sentía. Cada vez que oía algún estruendo, brincaba. A veces, yo también… no lo niego. Parecía que la cola del mal tiempo doblemente furiosa.
No pudimos contener nuestros gritos cuando el letrero de una de las barras cercanas atravesó el panel de madera que protegía la ventana del balcón. Tardé en recomponerme y buscar refugio.
-¡Métete en el baño! ¡El baño! –grité.
Martina no se movió al principio, pero cuando la agarré por la muñeca, reaccionó. Entramos al baño y cerramos la puerta. Nos sentamos dentro de la bañera.
El ruido que oíamos desde la sala se parecía al grito de Dios. Los dos temblábamos en la oscuridad. Así estuvimos por más de cuatro horas. Cuando menguó el viento, el cansancio nos venció y dormimos abrazados en la bañera.
No recuerdo cuál de los dos despertó primero. Creo que fue ella. Lo que no olvido es lo que quedó de nuestra sala. Los vientos habían lanzado objetos de todas partes dentro del pequeño espacio (ahora abierto). Curiosamente, una estatuilla de un ángel hecha de cerámica que Martina adoraba había sobrevivido el embate de la tormenta.
-Es una señal –dijo y sonrió. Fue la última vez que la vi sonreír.
Ahora, por más que la abrazo y la beso, no reacciona.
Nuestros comestibles habían volado con el resto de nuestras pertenencias hacia Dios sabe dónde. Aturdidos, salimos a la calle para ver el resto de la ciudad.
Afuera parecía una zona de guerra. Había poca gente, pero todos deambulaban observando los daños, absortos. Martina y yo habíamos vivido dos huracanes anteriormente, pero esta vez estábamos solos. No teníamos amigos ni familia para ayudarnos o comparar experiencias. Tampoco podíamos llamar a nadie para dejarles saber que aún vivíamos ya que el sistema telefónico no funcionaba. De todas maneras, aunque un poco confusos, creíamos que en menos de un mes todo se acercaría a la normalidad. Por el momento, supimos que era necesario encontrar comida y agua.
Algunas tiendas pequeñas estaban abiertas al público y conseguimos un poco de agua embotellada y latas de sardinas y atún. No era un menú extenso, pero al menos tendríamos algo para comer por unos días. Seguramente en ese espacio de tiempo ya habría comestibles disponibles. Durante nuestra inspección de la ciudad notamos unos pocos efectivos de la guardia nacional comenzar a remover los escombros de las calles. Teníamos esperanza que pronto la normalidad regresaría. Era una tarde bella, fresca, con pocas nubes en el cielo.
Por la noche, nos acostamos en lo que quedaba de la sala. Recuerdo estar de mal humor porque el Spector del ’89, mi bajo, había desaparecido. El ángel de cerámica sobrevivió y el Spector voló por los aires.
-Vamos, ya podrás conseguir otro –Martina trató de consolarme.
Estábamos cansados y pronto nos dormimos. Despertamos a mitad de noche, al oír unos estallidos lejanos. No eran truenos y no pude descifrar qué había sucedido. De todas maneras, pronto dormía otra vez.
La mañana siguiente, al salir otra vez a la calle, nos dimos cuenta que la ciudad se inundaba. Las calles se parecían a los canales de Venecia. Comenzamos a ver personas transitando en pequeños botes de pesca por avenidas que el día anterior estaban completamente secas. Según pasaban las horas del día, más incrementaba el nivel del agua. No paraba.
Logramos encontrar a unos guardias y paramos para averiguar qué sucedía.
-El dique se rompió… el mar está inundando la ciudad –dijo uno de ellos-. Esta área no es segura. Deben ir al refugio.
Le pregunté cuál era el refugio y me explicó cómo llegar al “Superdome”, el estadio más grande en la ciudad. Le di las gracias.
Decidimos tratar de quedarnos en el apartamento, ya que estaba en un segundo piso. Creímos estar a salvo allí, pero en pocas horas era evidente que el agua inundaría nuestro hogar. Partimos hacia el estadio. Como era un refugio, debería tener comida. Era tarde y las latas de atún y sardinas no habían rendido.
Camino al refugio, comencé a desear que se me hubiese ocurrido partir hacia allá antes. La gente caminaba en grupos, rompían ventanas y puertas para entrar a las tiendas. No sólo de comida, sino de zapatos, efectos electrónicos; cualquier cosa que tuviese valor antes. Gente peleando por cosas que no le servirían de nada en esos momentos.
Encontramos una bodega pequeña y se me ocurrió conseguir algo de comer allí. Le dije a Martina que me esperara mientras yo saqueaba también. No le agradó la idea, pero me hizo caso.
La bodega era otra zona de desastre más. Había un policía dirigiendo a otros dos para sacar todo. Cuando me vio, me apuntó con su escopeta.
-¡Vete o te vuelo en cantos! –gritó.
Los otros dos dejaron de saquear y me miraron, las manos llegando a sus armas. Rogué que me dieran algo de comer, pero el primer guardia me contestó con otro ladrido y los demás desenfundaron sus pistolas. Salí corriendo.
Llegué hasta donde estaba Martina, la halé de la mano y seguimos corriendo. Después de alejarnos un poco, le expliqué, nervioso y enfadado, lo que sucedió.
-Es un ambiente peligroso, Francisco. Trata de comprenderlos.
No había perdido su optimismo… Ahora la abrazo y no responde… me hace falta su ternura. Siento que me desajusto…
Evadimos a los guardias y los demás saqueadores, y nos acercamos al estadio. Noté una tienda de instrumentos musicales que parecía estar abandonada. Había sufrido daños o un saqueo, pero había un bajo que nadie había tocado. Lo podía ver desde lejos. Otra vez, le dije a Martina que esperara por mí allí, pero se resistió.
-¡No! ¡No hace falta, Francisco! ¡Vámonos al refugio! –suplicó.
Expliqué cómo teníamos que pensar en el futuro después del desastre. Era probable que no hubiera manera de conseguir dinero por un tiempo y con el instrumento yo podría generar algún ingreso.
-No te preocupes por eso ahora… todo se arregla. No hace falta en estos momentos.
La mandé a callar y me dirigí a la tienda. Si sólo le hubiese hecho caso…
Entré por una ventana de cristal rota. Todo estaba oscuro y me detuve a ver si veía algún movimiento. Si había alguien adentro, regresaría a donde Martina. Esperé por más de dos minutos. Una vez estuve seguro de que el lugar estaba vacío, me dirigí a donde colgaba el bajo, detrás de un mostrador. El agua me llegaba a las rodillas y cada paso se oía. Sostuve el instrumento en mis manos. Era un Spector, como el mío, pero mucho mejor elaborado. Toqué dos o tres acordes y me enamoré. Alcé el bajo sobre mi cabeza como si fuese un soldado cruzando un río para que no se mojara.
De repente, una puerta que parecía ser del almacén de la tienda se abrió y un señor con una pistola comenzó a gritarme y a dispararme a la misma vez.
Solté el instrumento y corrí hacía la ventana por donde entré. El señor siguió gritando entre disparos. No sé cómo no logró alcanzarme con una bala… a lo mejor no me apuntó con el arma. Recuerdo gritar perdón y brincar de cabeza por la ventana. Caí en la calle inundada, y sentí algo caliente en el muslo derecho. Mojado de pie a cabeza, me levanté y corrí como mejor pude (el nivel del agua me cubría las rodillas) hacia Martina. Los gritos de ella y del hombre de la tienda se confundían con los estallidos de la pistola y el sonido del agua salpicando por todas partes.
Una vez nos alejamos, los disparos y los gritos cesaron. Permanecimos en silencio mientras seguimos nuestro rumbo al estadio. Podía sentir el coraje mudo de Martina.
Notamos más personas tratando de llegar al estadio. Estaba más alto que el resto de la ciudad y parecíamos salir a la orilla de una playa de concreto. Evitamos a las demás personas; no sabíamos sus intenciones, pero era inevitable después de cierto punto no mezclarnos con el gentío.
Por fin Martina rompió el silencio:
-Estás sangrando –apuntó a mi muslo derecho.
En el escape, me había rajado la piel con el cristal de la ventana, supongo. Mis mahones estaban manchados de sangre hasta la rodilla. Me quité la camisa y la até alrededor del muslo, para parar el flujo de sangre. En poco tiempo, la camisa blanca también estaba roja.
Hicimos una fila para poder entrar al estadio. La gente parecía confusa y seguían a la persona del frente porque no sabían qué más hacer. Así como nosotros.
Llegamos hasta el policía en control de la entrada al refugio.
-Necesita atención medica –Martina le dijo al policía, apuntando a mi herida.
-Adentro la consigue –contestó.
Todo era caos. La gente se situaba donde podía, no habían camas, los baños no tenían agua y no había electricidad; todo era alumbrado con unas pocas velas y linternas. Tampoco había representantes de las autoridades.
En silencio, escogimos un rincón solitario. Sólo había una señora mayor en una silla de ruedas junto a su hija.
-Espero que nos saquen de aquí pronto… mami necesita sus medicamentos –comentó la hija. La señora no decía nada, sólo miraba a sus alrededor de vez en cuando, en espera de alguien para salvarnos.
Al conversar con ellas, nos dimos cuenta que no había comida ni agua en el refugio. Se había agotado todo unas horas antes de nuestra llegada. Aun así, esperábamos salir de allí por la mañana. La hija nos contó cómo no pudieron evacuar la ciudad y la pérdida de su hogar (donde ellas residían, las aguas llegaban casi hasta el techo). De milagro llegaron al refugio. Tenían frío y hambre. Igual a nosotros.
El cansancio nos alcanzó a los cuatro y dormimos allí, en el piso.
Al día siguiente, traté de buscar ayuda médica, comida y agua. No encontré nada. Los guardias no me decían cuándo llegaría la ayuda que necesitábamos. Le decían lo mismo a todo el mundo:
-Pronto, pronto. Cálmese, pronto llegará ayuda.
Entraba la tarde y nada cambiaba, excepto que las condiciones empeoraban. Más personas llegaban, más basura y excrementos humanos se acumulaba. El calor convertía el refugio en un horno apestoso. Tratamos de cubrir nuestras narices con camisas o cualquier artículo de ropa, pero era igual. El hedor nos abrumaba.
La señora en la silla de ruedas empeoraba. Perdía conocimiento por largos ratos… creo que sólo la vi despierta dos veces. Necesitaba su medicamento. La hija comenzó a sucumbir al pánico. Decidió que era mejor salir de allí.
Martina y yo estuvimos de acuerdo e intentamos salir. Encima del calor, yo ardía de fiebre. Sin agua, me deshidrataba a paso acelerado.
Descubrimos que no éramos refugiados, sino prisioneros. No nos dejaban abandonar el estadio. Podíamos salir a las afueras pero el perímetro estaba vigilado por guardias armados. Tuvimos que dormir otra noche allí. La fiebre me causaba un temblor por todo el cuerpo, como si me muriera de frío. Martina me abrazaba a pesar del calor que debió sentir. Como si al aguantarme podía evitar que abandonara la vida. Comenzamos a creer que moriríamos allí. La hija de la señora gritaba a toda voz por ayuda, pero nadie llegaba. Incluso, otros refugiados le gritaban para que se callara.
Me di cuenta que estábamos en el infierno entrando de madrugada. Creo que desperté como a las tres de la mañana y me percaté que la señora en la silla de ruedas no respiraba ya. En silencio me acerqué un poco para examinarla. Sólo podía ver el lado izquierdo de su rostro, el ojo abierto, pero la mirada vacía. Cuando vi la rata comiéndole el ojo derecho, me desmayé.
Desperté en la mañana. Martina no estaba. Comencé a mirar a todos lados. Vi a la hija de la señora llorando y espantando las sabandijas que se acercaban al cadáver de su madre. Le pregunté dónde estaba Martina, pero no registró mis palabras; nunca abandonó su llanto. Perdí conocimiento otra vez.
Al despertar esta vez, estaba en los brazos de Martina. Me contó que consiguió un poco de comida y agua. De algún lugar logró conseguir antibióticos para la infección causada por mi herida. No me quería decir cómo y yo estaba muy débil para seguir preguntando.
El calor persistía y aún no llegaba nadie a rescatarnos. La fiebre había desaparecido y comencé a fijarme en nuestros alrededores. A cado rato se formaba alguna pelea por comida o agua. Algunos hombres organizaron grupos para despojar cualquier cosa de valor a los demás por fuerza. A veces, los grupos se peleaban y la cantidad de cadáveres incrementaba. Tratamos de escondernos de ellos, pero eventualmente nos encontraron, atraídos por los llantos de la hija de la señora muerta.
Parecían bestias salvajes. Sin palabras, agarraron a Martina y a la hija de la señora en medio de gritos. Traté de defenderlas, pero eran demasiados y yo estaba débil. En medio de la paliza pude oír los gritos de Martina y uní los míos implorando, rogando que la dejaran en paz. Antes de perder la conciencia, oí un grito desesperado de Martina ahogándose en la oscuridad.
Desperté hoy y la encontré desnuda, mirando al vacío. La arropé con la ropa desgarrada que los animales habían dejado tirada y la abracé. Encontré la figurita de cerámica en dos cantos, decapitada. He pasado todo el día susurrándole al oído lo mucho que la amo, cómo vamos a salir de aquí, que no desespere… que me perdone. No responde a nada.
Tengo un ojo tan hinchado que no veo por él y la boca llena de sangre. Apenas puedo respirar. Creo que tengo una o dos costillas rotas. He oído entre rumores y comentarios que nuestros victimarios fueron abatidos por más de cincuenta personas. Los mataron a golpes.
La información no me hace sentir mejor.
No tengo remedio excepto esperar alguna ayuda. Alguien que nos saque de este infierno de pestes y sabandijas, excreta y sangre. Le prometo a Dios o al diablo que no voy a abandonar a Martina… haré lo posible de protegerla hasta que se recupere. Uso toda mi fuerza para espantar las ratas que se acercan.
Fin
Pues, el cuento surge una semana después del huracán Katrina. Como apenas veo televisión, lo que sabía era lo que había leído en internet, en lugares como Boing Boing y varios blogs referidos por ellos. Tenía que escribir un cuento de terror para el taller y me di cuenta que lo más que me daba miedo era la falta de humanidad que ocurre en los humanos. Lo que sucedió durante la semana que Nueva Orleans estuvo sin ayuda me pareció un ejemplo ideal. Me dio miedo.
¿Lo que escribí es una exageración de lo que sucedió? Espero que sí. Traté de utilizar diferentes anécdotas para contar la historia de Martina y Francisco. A la misma vez, no quería dar un sermón o escribir un editorial. Espero que les haya gustado (por lo menos, llegaron hasta aquí... eso es un logro).
¿Lo más que me asusta? Que pase aquí... no tanto un desastre de tal magnitud, sino que fracasemos como pueblo (y como humanos) si ha de pasar. Eso sí da miedo.