El Blog de Borges

De literatura y otras cosas... Bienvenidos.

 

jueves, mayo 19, 2005

La presentación

Iba tarde. Me hacía falta un café antes de salir a dar una presentación en las oficinas de Editorial Nostalgia y pensé que tendría tiempo para conseguirlo. La vieja ignorante antes de mí atraso mi pedido. ¡No sabía la diferencia entre un Frapuccino y un Mochaccino (la dependienta tuvo que explicarle cinco veces)! Terminó pidiendo un triste café con leche... Entonces, el encargado de preparar mi orden (un latte con almendra, por cierto) se puso con niñerías para tratar de impresionarme. ¡Los hombres son tan pendejos! Trató de enseñarme su habilidad para decorar mi café con canela y derramó el frasco entero… ¡Dentro de mi latte! Lo preparó de nuevo, desperdiciando cinco minutos para poder llegar a la cita.

Con una mano alrededor de mi bebida y la otra sujetando mi maletín, salí a toda prisa para alcanzar al autobús. No di dos pasos hacia la parada, cuando un estudiante que parecía estar endrogado chocó conmigo. Derramé mi café, se me cayó el maletín con la presentación y caí al piso.

No recuerdo qué le grité al muchacho. Me miró como si yo estuviera loca. Agarré el maletín y salí corriendo hasta la parada del autobús. Por suerte, llegué a tiempo… El vehículo repleto de pasajeros se detuvo en ese momento.

Una vez dentro, pude divisar a través de la ventana al estudiante corriendo hacia la parada y sentí un poco de miedo. De seguro venía a insultarme, o peor, por haberle gritado. Tarde para alcanzar al autobús, lo vi correr detrás de nosotros. Por la manera en que brincaba y hacia señas con las manos, deduje que estaba muy enojado. ¡Es un peligro andar por esta ciudad!

Llegué a las oficinas justo a tiempo. La recepcionista me invitó a esperar por Mauricio, que atendía una llamada. Sin remedio y frustrada, me senté en la recepción. Los asientos eran cómodos y modernos… una empresa con clase.

Decidí revisar los manuscritos. Nuestra agencia literaria iba a presentar a varios autores para publicación y no recordaba todas mis notas, aunque sabía de lo que iba a hablar. Era mi oportunidad para brillar. Si ganaba la cuenta, de seguro lograba un ascenso, en una oficina lujosa, con ventanas. Imaginaba cómo decorarla, cuando me di cuenta que el maletín no era mío. ¡Me llevé el del estudiante! Iba a salir corriendo a buscarlo, cuando la recepcionista me informó que Mauricio estaba listo.

¿Qué hacer? Si me iba, perdía la cuenta. Esta gente no cree en errores así. Insisten que uno debe tener hasta un Plan J para cualquier contingencia.

Disimulé, sonreí y entré a la oficina de Mauricio. Me sorprendió la enormidad del escritorio de madera. Intimidaba a cualquiera. Señaló a la mesa de conferencia al lado del escritorio y saqué los papeles del estudiante para disimular mi falta de preparación.

Los leí por encima y noté que eran cuentos. Despejé la mente y concentré en la presentación. Comencé a hablar y en poco tiempo caí en mi ritmo. ¡Presenté todos los autores y sus obras de memoria! Me sentí orgullosa…

Hasta que Mauricio me preguntó si tenía algo más. No estaba interesado en ninguna de las obras.

Desesperada, miré los papeles que tenía al frente. Una línea de diálogo captó mi atención: ¡Ayúdate y no jodas más! La vida no es fácil para nadie. Y eso mismo dije. Mauricio no reaccionó. Creí haber perdido mi oportunidad. Me miró a los ojos, pensativo.

-Sí. Me gusta –dijo, arrastrando todas las vocales de sus palabras. Sonaba como Igor en las películas de Frankenstein-. Un libro de autoayuda… eso sí vende. Sin pretextos… ¿Quién lo escribe?

-Joaquín Alejandro… es un autor nuevo…-contesté. En cualquier momento se daba cuenta que en verdad no tenía nada.

Pero, estaba entusiasmado con el proyecto. Firmó el contrato y hasta accedió a publicar a los demás autores. Me marché incrédula, a toda prisa, antes de que se conociera la verdad.

Camino a la parada del autobús, oí una voz gritar “¡Señora!”, y me viré a ver a quién le gritaban. Era el estudiante con mi maletín. Debió haberme seguido por la ruta del autobús.

-Señorita –le corregí-. Gracias. Ahora venga, que tenemos que hablar de negocios.

Me miró atónito. La falta de tenacidad en la juventud de hoy deprime a cualquiera…

Ahora, desde mi oficina con ventana, soy una estrella en la empresa. Sólo tengo que convencer al mocoso este a que escriba el libro de autoayuda…

viernes, mayo 13, 2005

Me di cuenta que creé un poco de expectativa cuando mencioné lo del ejercicio. Ya lo han comentado en clase, así que lo reproduzco aquí para el deleite de todos. Gracias a Yolanda por la idea. El próximo ejercicio consiste en escribir una situación en la que dos personas con documentos importantes de alguna manera terminan con los documentos de la otra y tienen que resolver la situación. Cuando termine ese, lo reproduzco aquí también.

Que disfruten e invito a que comenten.

La despedida

Los focos del automóvil alumbraron el pequeño letrero color marrón que leía, en letras blancas, Río Charco Azul, Patillas. El Impala se estacionó al lado de la carretera y el conductor apagó el motor. La luz de la luna parecía convertir el agua del río en plata derretida.

Miguel salió del carro y miró los alrededores. Se azotó el cuello en un intento fútil de matar un mosquito. Se acercó a la parte posterior del auto y se detuvo a observar la carretera. Segundos después, abrió la puerta del baúl.

Miguel gruñó al tratar de levantar un enorme bulto envuelto en una sábana blanca. Con trabajo, lo recostó en el hombro derecho. Se podía oír un quejido amortiguado salir del envoltorio.

Al llegar a la orilla del río, dejó caer la carga. Se oyó un quejido más fuerte. Desenvolvió la sábana para revelar a un anciano amarrado. En la parte inferior de la cabeza se le notó un moretón.

-Quéjate si quieres… Nadie te va a oír –dijo Miguel. Se limpió la frente húmeda con el antebrazo derecho. El anciano trató de gritar, pero el pañuelo en la boca sujetado con cinta adhesiva se lo impidió. Sólo se escuchó un gemido furioso.

-¿No te gusta? –Miguel fingía sorpresa-. ¿No te lo para? Camila me dijo que así era como la atabas...

El viejo abrió los ojos. Vencido, se sometió al silencio.

-Me contó todo, Ángel… cada detalle… ¿Te sorprende? Lo calló todos estos años… Para ella fue una confesión.

Ángel cerró los ojos. Comenzó a llorar, el labio superior húmedo con mucosidad de la nariz. Respiró corto, rápido.

-Cuando los encontré… a ti en el piso… ella con el bate en la mano… ya sabía qué había sucedido… ¡Tu nieta!

Los pulmones del anciano pitaron cuando comenzó a respirar, esta vez hondo, despacio.

-Ángel… ¿Puedo llamarte Ángel, verdad? Porque abuelo Otero no suena bien en este instante… ¿Cómo te decía?… ¡Ah, sí! ¿Te aprovechaste de mi ausencia, verdad? Veo por qué nos ofreciste el terreno al lado de tu casa…

Miguel verificó las amarras y viró a su prisionero. El rostro arrugado se ensució con una mezcla de fango y sudor. Examinó el hematoma encima de la nuca del viejo.

-Tienes suerte que no sabe usar un bate… Aunque tal vez no fue buena suerte… ¿Recuerdas por qué entré al ejercito? Para ser digno de tu nieta… Así me dijiste. Estoy seguro que no pensaste que me enviarían al otro lado del mundo para matar desconocidos.

Ignoró los suplicios silenciosos de Ángel. Soltó de la cintura una correa de tela verde con una hebilla dorada.

-Es la que me regalaste… La que usaste tú en el ejército… Para buena suerte… ¿Sabes qué aprendí allá? A joder al que te jode. No sabes cuántos tenientes sufrieron “accidentes” por hijo de putas… Aprendí que una de las muertes más temidas es morir ahogado. Te enseñan ese tipo de cosas…

Miguel amarró la correa verde alrededor del cuello de Ángel, pero no la apretó. Entonces, volvió a envolver al viejo con la sábana, ahora enfangada. Le colocó una funda de almohada por encima de la cabeza y la amarró alrededor del cuello. Arrastró al viejo casi hasta el agua. Ángel trató de resistir, pero las ataduras lo mantuvieron inmóvil.

-Me despido, Ángel. Te dejo con esto: Espero que ni Dios te perdone –dijo y empujó al viejo al río.

Se sentó en la orilla a observar cómo Ángel luchaba por zafarse de los pañuelos y la sábana. A los tres minutos el cuerpo dejó de luchar y comenzó a hundirse. Miró el reloj y se puso de pie. Caminó hasta el carro y se marchó del Río Charco Azul, planificando cómo explicarle a Camila que el abuelo Otero había decidido marcharse de Patillas.